En portuñol: cómo es enseñar en una escuela de frontera, sin timbre ni guardapolvos

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En Misiones, a la institución Educación para las Primaveras asisten 70 alumnos en aulas plurigrado; con enorme vocación, los cuatro maestros hacen frente a la deserción, el aislamiento y la pobreza

En la escuela rural N° 940 Educación para las Primaveras no hay timbre ni guardapolvos. Allí, en el paraje misionero de San Ramón, a 20 kilómetros del pueblo El Soberbio y en la frontera que el río Uruguay delimita con Brasil, no hay blanco que aguante al colorado de una tierra que tiñe todo, y a las horas las marca la rutina con su ritmo propio.

Se trata de una de las 9350 escuelas de frontera que hay en nuestro país, que comparten desafíos comunes. Entre otros obstáculos, los docentes les hacen frente a la deserción y la sobreedad, la pobreza, el aislamiento y la escasez de recursos.

En ese rincón del Litoral donde los habitantes hablan portugués o portuñol -con los modismos gaúchos del sur de Brasil-, la escuela Educación para las Primaveras tiene 70 alumnos de los niveles inicial y primario, distribuidos en aulas plurigrado, y cuatro maestros con una vocación a prueba de todo, que entienden que su misión excede ampliamente enseñar los contenidos básicos y obligatorios.

«La escuela es la única pata fuerte que tiene el Estado en el paraje. Además de la parte pedagógica, tiene muchas otras funciones, permitiéndoles a los chicos y a sus familias el acceso, por ejemplo, al cine, los talleres de educación agraria y arte, que de otra forma no llegarían a esta zona», resume Martín Cornell, de 36 años, quien por la mañana oficia de director y por la tarde, de docente de 5°, 6° y 7°.

Comenzar la jornada

Faltan pocos minutos para las ocho y junto con las maestras Yamila Suárez (responsable de 1° y 4°), Nancy García (2° y 3°) y María Pedrozo (nivel inicial), Martín espera frente a la escuela. De paredes de madera, techo de chapa y una fachada cubierta de coloridos murales con dibujos de plantas y animales de la zona, fueron los mismos padres quienes, junto a los docentes, levantaron la que empezó siendo una escuela rancho y hoy es el centro de la comunidad.

Solos o en grupos, los meninos empiezan a llegar. A pie, tardan entre media y una hora en recorrer las subidas y bajadas del camino vecinal en torno al que se distribuyen las casas de la mayoría de las 72 familias del paraje. Tras saludar a la Bandera, Martín anuncia la visita de LA NACION y hace las presentaciones. Entre los chicos corre una risa controlada. El director les dice que habrá fotos y preguntas. «¡Por favor, las tablas no!», pide Alex, un alumno de 4°.

En el comedor, los chicos desayunan -además reciben almuerzo y merienda- y pasan luego a las dos aulas, con bancos y largas mesas pintadas de verde (en cada una, se ubica un curso). Están divididas por una pared de machimbre: en el pequeño corredor que queda justo al medio, se sienta Martín en su escritorio. A su derecha, Yamila repasa con los de 4° los órganos de gobierno, y con los de 1°, los derechos del niño; a la izquierda, Nancy escribe en el pizarrón las partes de un cuento, que sus alumnos de 2° y 3° copian en los cuadernos.

Las paredes están cubiertas de láminas que van desde la cara de San Martín hasta la del héroe provincial Andrés Guacurarí y Artigas. «¿Cuarto grado, puedo borrar? Tengo que escribir para los de primero», pregunta Yamila, que tiene 28 años y llegó al El Soberbio en 2011, a cuatro días de recibirse de maestra.

Separada por una puerta, se ubica la salita de nivel inicial donde María y nueve chicos de 4 y 5 años pintan con témpera. Desde cualquier rincón de la escuela se puede escuchar lo que hablan las tres maestras con sus alumnos.

«El que termina primero ayuda al compañero», dice un cartel sobre uno de los pizarrones. «Tener a cargo un aula plurigrado no es fácil. Hay que pasar de un grado al otro constantemente y eso dificulta un poco cumplir con los contenidos que establece el ministerio, que a veces no entiende las realidades complejas como éstas», sostiene Cornell.

Sin embargo, también rescata sus ventajas: «Los más grandes ayudan a los más chicos y nos ayudan también a nosotros como docentes, porque se enseñan mutuamente. Todos escuchan todo». «¡En castellano!», les piden cada tanto los maestros a sus alumnos. Que aprendan a leer y escribir en ese idioma es otro de los múltiples desafíos a los que se enfrentan.

Sin nada de castellano

«Los chicos vienen de sus casas con el portuñol muy marcado, o hablando directamente portugués, sin nada de castellano. Antes, muchos repetían 1°, llegaban a 4° con 12 años y era más fácil que abandonaran la escuela. Eso mejoró mucho cuando, en 2010, comenzamos con el jardín de infantes», aclara Martín.

La mayoría de los padres de los alumnos no hicieron la secundaria y muchos ni siquiera terminaron la primaria. Que comprendieran la importancia de escolarizar a sus hijos desde el nivel inicial no fue sencillo. Tampoco lo es que los chicos sigan estudiando al terminar 7°, aunque actualmente hay cuatro secundarios en la zona: el más cercano, a 4,5 kilómetros de la escuela.

El director explica que en el paraje hay «dos grupos sociales». Uno más antiguo, que tiene «de hecho» tierras (sin título de propiedad) como para dedicarse a una producción agrícola de supervivencia. El otro grupo son peones, changarines o quienes sobreviven con planes sociales.

El ausentismo es frecuente. Muchos de los padres son trabajadores golondrina y sus hijos mayores tienen que quedarse cuidando a los más chicos u ocupándose de las tareas domésticas. Además, algunos faltan cuando se suman a los trabajos en el campo, durante la época de cosecha (sobre todo del tabaco, pero también de frutas como la naranja o mandarina).

Otros problemas son el aislamiento y la falta de recursos materiales y «culturales». Pedidos como «para mañana traigan un mapa» o «saquen tal fotocopia» son imposibles. Los maestros se mueven para conseguir donaciones de particulares, organizaciones sociales o mediante solicitudes a los ministerios de Educación de Nación y la provincia. El objetivo es tener siempre cuadernos y lápices, para que la falta de materiales no sea una excusa para no ir a la escuela.

La ropa también escasea. En el salón comunitario funciona una ropería gestionada por madres, que venden las donaciones a un precio simbólico de 10 pesos las tres prendas: lo recaudado se utiliza para cambiar la garrafa de la escuela, un foco o cualquier otra cosa que haga falta.

Las maestras coinciden en que el magisterio no las preparó para esa realidad y que muchas veces se sintieron frustradas. «El terciario te prepara para un alumno y una escuela ideal. Y cuando venís acá, no es así. Yo no sabía lo que era un grado acoplado ni una letrina. Nunca había visto a un niño llorar de frío, como nos pasó el año pasado, cuando un alumno llegó con los pies congelados después de venir caminando por el barrial, con unas alpargatas todas mojadas«, cuenta Nancy, de 38 años, conmovida. Y recuerda cómo pusieron al nene al lado de la cocina de leña y fueron a comprar un par de medias.

Yamila agrega: «Nos preocupamos no sólo por el aprendizaje, sino también por si los chicos durmieron bien, si comieron, si tienen jabón en sus casas o zapatillas, o cómo están las cosas en su familia».

Pero las satisfacciones también son muchísimas: estas docentes no cambiarían su trabajo por ningún otro. La noche anterior, Yamila se fue a dormir muy contenta: «Celebramos cada cosa que los chicos logran. Hay una alumna que tiene sobreedad, la mamá tiene mi edad, siete hijos y no sabe leer ni escribir. Ahora, la nena suma y resta, y ayer me leía mejor que el alumno que tiene todo el tiempo para estudiar. Me sentí realizada», concluye.

Cómo colaborar

La escuela precisa la donación de útiles escolares; alimentos no perecederos (leche en polvo, arroz, fideos, entre otros); ropa de niños y adultos; computadoras en buen estado, completas y en funcionamiento. Contactarse para coordinar el envío de donaciones:

Educación para las Primaveras

[email protected]
facebook.com/escuelarural.educacionparalasprimaveras

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